Presentación
Quienes vivíamos en Oaxaca en los años 1990, atestiguamos la transformación de esta ciudad a partir de la llegada de Francisco Toledo y su familia. A lo largo de veintiocho años, el autor de estas líneas tuvo el privilegio y la satisfacción de colaborar con él en diversas iniciativas, entre ellas la creación de un museo dedicado a las artes del telar y la aguja. Según recuerdo, la idea surgió en conversaciones con él y con Trine Ellitsgaard, su compañera. Trine es una artista textil sublime, y en repetidas ocasiones escuché a Francisco expresar de manera espontánea una admiración profunda por su trabajo. Francisco mismo había producido una serie maravillosa de tapices con dos tejedores de Teotitlán del Valle, cuando él vivió allí una temporada en los años 1960. Fue precisamente un artista teotiteco, el finado Arnulfo Mendoza, quien junto con su esposa Mary Jane Gagnier me presentó a Francisco, a Trine y a la pequeña Sara en su galería de arte popular. Esa noche les mostré fotografías de los textiles que recién heredaba de mi tío abuelo Ernesto Cervantes, que él había llevado a su última residencia cerca de Atlanta y que yo intentaba repatriar a México. Nuestra amistad quedó ligada a los tejidos desde el primer momento.
Algunos años más tarde, la propuesta del museo comenzó a tomar forma. Trine y Francisco nos invitaron a reunirnos una tarde en su casa a diversas personas vinculadas con el textil: “los hermanos de la hebra” diría mi maestro tejedor originario del barrio de Xochimilco, David Manuel Sánchez Díaz, quien fue uno de los asistentes. Llegó a la cita, entre otras personalidades, doña Tere Pomar, legendaria promotora del arte popular dentro del gobierno federal. Esta reunión sembró la idea del museo en Oaxaca. Poco tiempo después, Francisco diseñó una hermosa botella forrada de plata para el tequila Cuervo, con el fin de recabar fondos para instalar el museo. En un inicio exploramos la posibilidad de ubicarlo en la antigua fábrica de hilados y tejidos en San Agustín Etla. Después visitamos el ex-convento del Carmen, que el gobernador ofrecía para el proyecto. Nos reunimos incluso con la titular de la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, para pedirle que el acervo de textiles de esa institución, abandonado durante décadas, viniera a Oaxaca para conformar el núcleo del museo. Las promesas resonaron con grandilocuencia, pero al final nada se concretó con los gobiernos estatal y federal, y la iniciativa quedó en el aire.
En 2003 logré finalmente repatriar la colección Cervantes, gracias a la ayuda de Francisco, y decidí donar todos los textiles para el futuro museo; presentamos aquí algunos de ellos en la exposición paralela, que montamos en las salas pequeñas al lado de esta Sala Caracol. Al año siguiente de la repatriación, Francisco recibió una carta de Madeline Humm, quien le ofrecía en venta su colección. Él me pidió viajar a Puebla para revisar esas piezas y darle mi opinión. Al conocer a Madeline, quien me recibió con calidez en su casa, me di cuenta del valor de todo lo que ella había reunido a lo largo de décadas de trabajo, documentado con un rigor meticuloso. Después de mostrarme decenas de huipiles, quesquémeles, fajas y otras prendas, Madeline hizo una pausa y me dijo que quería enseñarme algo que no pensaba vender. Sacó entonces de un armario un tejido adornado con plumas de la época de los virreyes, que yo había visto antes en fotografías, pero cuyo paradero ignoraba. Al admirar ese lienzo en vivo, me pareció escuchar una voz que susurraba desde siglos atrás. Quedé embelesado, pero no dije nada.
De vuelta en Oaxaca, Francisco me preguntó qué me había parecido la colección. Le respondí que le recomendaba comprarla, siempre que la dueña accediera a venderle el tesoro emplumado. Nunca olvidaré la agilidad de su reacción y la manera como me miró a los ojos: “Pues tú negócialo.” Con estas palabras tajantemente francas y directas, Francisco reafirmaba su confianza en mí. Hablé entonces con Madeline para pedirle que reflexionara sobre nuestra oferta y al final la aceptó. Por desgracia, ella murió un mes después y ya no vio cómo su colección se convirtió en la semilla de este museo, gracias a la generosidad de María Isabel Grañén y Alfredo Harp, mecenas nobles y entusiastas del proyecto, y gracias a la generosidad de Francisco, quien nos donó todos esos textiles, más de mil en total, algunos de los cuales exhibimos aquí. Quienes vivíamos en Oaxaca en los años 1990, atestiguamos la transformación de esta ciudad a partir de la llegada de Francisco Toledo y su familia. A lo largo de veintiocho años, el autor de estas líneas tuvo el privilegio y la satisfacción de colaborar con él en diversas iniciativas, entre ellas la creación de un museo dedicado a las artes del telar y la aguja. Según recuerdo, la idea surgió en conversaciones con él y con Trine Ellitsgaard, su compañera. Trine es una artista textil sublime, y en repetidas ocasiones escuché a Francisco expresar de manera espontánea una admiración profunda por su trabajo. Francisco mismo había producido una serie maravillosa de tapices con dos tejedores de Teotitlán del Valle, cuando él vivió allí una temporada en los años 1960. Fue precisamente un artista teotiteco, el finado Arnulfo Mendoza, quien junto con su esposa Mary Jane Gagnier me presentó a Francisco, a Trine y a la pequeña Sara en su galería de arte popular. Esa noche les mostré fotografías de los textiles que recién heredaba de mi tío abuelo Ernesto Cervantes, que él había llevado a su última residencia cerca de Atlanta y que yo intentaba repatriar a México. Nuestra amistad quedó ligada a los tejidos desde el primer momento.
Pienso que Madeline se conmovería al ver cómo su preciada muestra de plumaria se convirtió en el tema de tesis del joven brillante que ahora dirige el Museo. Le conmovería también ver que, veinte años después de mi visita a Puebla, las manos mágicas de otro joven talentoso, Noé Pinzón Palafox, engendran dechados, tilmas y huipiles con hilo de pluma, a partir de las enseñanzas entretejidas en el extraordinario regalo que nos hizo Francisco. “¿Cómo va el muchacho?”, me preguntaba él con frecuencia, después de admirar la destreza de su trabajo. Tanto le gustaron estos nuevos textiles emplumados que trazó un dibujo a tinta para que sirviera de modelo para una pieza tejida, que exhibimos ahora. Nos duele recordar que Francisco ya no pudo ver la versión final de este trabajo.
Apenas en 2017, dos años antes de fallecer, Francisco me compartió una experiencia que yo desconocía. Cuando él llegó muy joven a esta ciudad para estudiar la secundaria, entró un día en la Casa Cervantes, la galería de mi tío abuelo. En palabras de Francisco, allí pudo apreciar por primera vez como arte las tradiciones populares de nuestro país. Admiró la forma elegante y digna como se exhibían la cerámica, las máscaras, los textiles e incluso los juguetes en la galería. Cuando escuché estas palabras, sentí que me revelaban un vínculo vivencial entre nosotros que yo jamás habría adivinado: trabajé en la Casa Cervantes a lo largo de toda mi adolescencia, galería que me fascinó desde mi niñez. Al recordar esta conversación con Francisco, fluye en mí una emoción que agranda mi conciencia y me hace darle gracias a la vida por la fortuna de haber colaborado con una persona tan luminosa. La belleza que percibí siempre en su interior, como en su obra, rebasa las palabras. Creo ver cómo los hermosos reflejos de esa luz iluminan esta exposición.